De amores y amarguras (Crónicas lejanas del Campo de Gibraltar) Autor

José Antonio Valdés Escuín
colaborador Roman Lopez De La Serna con ayuda de Cronista Perez Petimto y Cristobal Delgado 

Tres primeros capituros A la memoria de mi bisabuela doña Beatriz de Mairena, quien en un patético acto de patriotismo salió de Gibraltar el trágico verano de 1704, para seguir siendo fiel a España y a su Rey. A la de su hijo don Gaspar Valdés de Mairena que perteneció a la primera generación de hombres que vieron la luz en la Algeciras renacida. A la de mis padres José y María de los Milagros que me enseñaron a soñar, conservar y amar las historias, leyendas y tradiciones de mi pueblo RAGMENTO 1 EL CÓLERA CAPÍTULO 1 ANA MARIA Era también veintiocho de mayo. Mil ochocientos ochenta y ocho. Los campos estaban sombríos el tiempo desabrido y Algeciras melancólica. Aunque era primavera el día era riguroso, crudo y desapacible. Ana María desde su ventanuco veía como una nube tenebrosa y desflecada vagaba por encima del Peñón de Gibraltar. A su sombra, el mar se erizaba como una alimaña. Las gaviotas, advertidas por el ronquido del aguaje, planearon sobre Algeciras. La tiniebla dejó sin color la costa y el campo. Comenzaron a caer gotas maduras de una lluvia exquisitamente pura. El vendaval traía a rastras, por encima del lomo del océano, una tormenta malhumorada y bronca. Sus truenos, como execraciones retumbaban por el Estrecho desierto de barcos y delfines. En las inmediaciones de Algeciras se extendía el acebuchal, tierra de huertas y viviendas, de las que muchas eran chozas de marginados. En una de ellas, Ana María agotaba el tiempo de su larga gestación. Esta mujer no conoció la consideración, ni la estima, ni el respeto. Cuando contaba trece años la vendieron como un animal de corral. Sufrió la miseria, soportó la tiranía, padeció la esclavitud. Tantos encontronazos con la vida le enseñaron que serían inútiles sus gritos. Su parto debía ser así. Ni el miedo ni el llanto arreglarían lo inevitable. Canela era un cachorro del color de la tierra sedienta que, un día de invierno, hambriento de cariño, fue tras ella y se acostumbró a caminar a su ritmo, a seguir su olor. Hacía cinco años y medio que su madre la negoció con un hombre, y desde entonces permaneció junto a él, dócil, bienmandada y sumisa. El animal estaba echado cerca del anafre donde Ana María hervía agua en un cacharro negruzco, abollado y lleno de soldaduras. Miró fijamente a la mujer y venteó el sufrimiento que la encarnizaba. La parturienta se encaminó con torpeza a encender una lamparilla que flotó dentro de un vaso mugriento. Fuera de la choza los rayos desgarraban nubes preñadas de granizo, sus luces apocalípticas estremecían el espacio. Uno de ellos retumbó tanto como el estallido de una estrella. Su resplandor brilló en la pupila de Ana María, su destello se deslizó por sus nervios, y el trueno se clavó dentro de su matriz. La embarazada sintió que una fuente templada emanaba de su menesterio. El parto se inició; un niño brotaba de ella, conectado a su entraña por una gruesa, oscura y resbaladiza cuerda de carne. La mujer cortó a mordiscos el conjunto de vasos que unían su placenta con el vientre del recién alumbrado. Aquello tenía el cariz de la aparición de una cabra en en barranco. Lavó a la criatura y la envolvió en trapos viejos, deslucidos y limpios. Luego cayó exhausta sobre el camastro. Canela lamió las salpicaduras del alumbramiento. Su lengua borraba de las piernas de su ama los residuos de sangre cuajada. La parida miró agradecida al animal, pero no tuvo aliento para acariciarlo. Ana María Brenes, estaba aletargada. Todo su organismo exhalaba sudor y sus labios soplaban blandamente. Juan García Brenes, a su vera, dormitaba. Su corazón, recién estrenado, latía con seguridad. Canela olfateo al crío y manifestó su aceptación moviendo el rabo. Después se enroscó a los pies del catre. Un olor espeso a miseria y sangre caliente flotaba en el cuartucho. Por la techumbre de anea se deslizaban monótonamente las postreras gotas de lluvia. El turbión se había quedado hueco de agua. La noche quedó lavada, limpia y reluciente. El temporal huía sierra arriba, camino de Ronda y Grazalema. Por una esquina del cielo se asomó temblorosa una brizna de estrella y comenzó a cintilar. La luna se secó su cara de mármol con la última nube que se desplazaba por el firmamento. EL PROGENITOR DE LA ESTIRPE Enrique IV reinaba en Castilla y León. Su realidad se encontró rodeada de oscuridades. Su poder era cuestionable y su descendencia vergonzosamente confusa. Para su hermana Isabel - futura reina, llamada la católica - los años transcurrían tristes en Arévalo al lado de su madre, que comenzaba a presentar síntomas de locura. La rubia princesa, aunque joven, ya conocía la incertidumbre, la inquietud y la ansiedad. La mañana del 28 de mayo de 1463 el musulmán Ali, alias El Curro, - que estaba seguro que la esencia de Dios era independiente de la doctrina de Mahoma o de la del papa Pío II, reinante en aquellos días - salió de Gibraltar con el propósito de entregar la villa a los cristianos. Recorrió la bahía, cruzó las calcinadas ruinas de lo que fue Algeciras, se dirigió al suroeste, salvó montañas, traspuso puertos y se encamino a la muy noble, leal, heroica y amurallada ciudad de Tarifa, decepcionado por la podredumbre, desidia y dejadez que existía en Gibraltar. Al llegar a lo que fue anterior mezquita, ahora dedicada a San Mateo, recibió las aguas bautismales y con ellas el nombre de Diego. El sacramento le sirvió de aval para que creyeran sus palabras. En ese momento comenzó el fin de la dominación agarena en Gibraltar después de siete siglos. Tras la arribada de El Curro a Tarifa, el Duque de Medina Sidonia y el Conde de Arcos ensartados en una disputa peregrina, reconquistaban la plaza sin necesidad de combatir. Con una de las huestes, no se sabe a ciencia cierta si con la del Duque o con la del Conde, llegó el guerrero Antonio Lagares Pola. Este soldado se asentó en Gibraltar y en ella fundó su familia. En el terreno que le donó el Conde de Arcos en nombre del Rey de España, Antonio Lagares Pola edificó una casa de mampuestos y piedra arenisca. La entrada estaba enmarcada por pilastras de sillería y un dintel de medio punto formado por dovelas. En la piedra clave, cinceló sus iniciales: A. L. P y la fecha de la conclusión del edificio: 28 de mayo de 1468. Antonio Lagares Pola fue el creador de la estirpe de los Lagares en Gibraltar y también el fundador de la herencia de los Lagares. Esta pasó durante cerca de cinco siglos, dé generación en generación con el respeto, la trascendencia y la fe de las cosas sagradas. El linaje engendrado por Antonio, fue testigo de los acontecimientos acaecidos en el Campo de Gibraltar durante quinientos once años. CAPÍTULO 2 JUAN La noche estaba llena de caminos vacíos. Por uno de ellos avanzaba un borracho. Era Juan García Álvarez, el dueño de Ana María Brenes Bejarano. Pordioseaba copas y perras a la puerta de un café cantante que había en la Plaza Alta de Algeciras. En esos días actuaba la cantaora Paca la del Realito. Señoritos, gitanos, hombres de la mar y gente del contrabando atestaban el local empañado y olorizado por el tabaco de picadura, los puros habanos, el vino barato y el vapor a lluvia seca emanado de los gabanes de los parroquianos. Durante el espectáculo bailaba una chiquilla calé del barrio de San Isidro. Derecha, delgada y limpia como la vara de la flor de gamón. Se llamaba Nicolasa Heredia y algunos la apodaban la Mica. Aquella temporada la del Realito terminaba su actuación cantando unas alegrías que se hicieron populares. Se oían incansablemente por los colmados, ventorrillos y tambarrias de Andalucía. Nicanor, vástago de una cepa gitana asentada en Algeciras desde tiempos que casi estaban perdidos en el recuerdo, se acercó a la barra del bar. Traía el encargo de acompañar a su sobrina Nicolasa a los chiribilites que la parentela tenía alquilados en el patio de Pichirichi. Aunque la zagalilla no era ninguna moracha, a su madre, Sebastiana la del Monge - hermana de Nicanor- no le gustaba que la zagala atravesara sola las desiertas calles repletas de invierno y oscuridad. Nicolasa era capaz de defenderse gracias a su deslenguamiento y sandunga. Pero a pesar de ello, Sebastiana intentaba acompañarla todas las noches después de su actuación. Cuando ella no podía ir mandaba a su hermano Nicanor, que nunca tenía nada que hacer, porque para él todos los días eran festivos. Cada vez que Nicolasa veía a su tío Nicanor empapirotando y soplando jacarandoso el humo de un cigarro negro, se daba prisa en desvestirse la bata de cola. Se ajustaba el corpiño, la saya y el mantón y salía a todo correr. Nicolasa sabía que sólo el olor del vino engolosinaba a su tío poniéndolo espiritoso y siempre le daba por contar la faena que hizo a su primo José Lara el Chicorro a un toro berrendo y botinero en la plaza de Madrid. La mocita se acercó a Nicanor. -Tío, deje usted de acordarse, que ha tragado usted más líquido que la tonta que se ahogó en la playa del Chorruelo. -Niña, es que estoy más seco que una mojama en un desierto y con viento poniente. -Deje usted de pimplar, que tarda menos en jumarse que un calvo en peinarse. -Cállate, qué pareces un municipal -Yo soy el reloj del campanario y ya he dado la hora de irse a la cama. Andando. -Mujer, que no es más que una copita. - ¿Una copita? Priva usted más morapio que agua tiene la laguna de la Janda. Vámonos. Nicolasa empujó a Nicanor para orientarlo en la dirección del patio Pichirichi. Juan se acercó a la bailaora a ver si con suerte le arrancaba una limosna. -Gachi, dame dos céntimos. -No, que me cuesta mucho ganar el parné. -Dame una limosna, garbosa, que has cobrao. - ¡Que no, so vago! ¡Follapava! ¡Siesomanío! ¡Tangaera! - ¡Cállate niña! Que hablas con menos vergüenza que el lorito del sacristán. - ¡Zarrapastroso! - ¡Mica! -¡Malahechura! ¡Contrahecho! No hay más que verte para saber que tienes el ombligo gusarapiento y una gurrina de cagalástima. - ¡Mica! - ¡No hay tu tía! ¡Curdela! - ¡Descarada! -Saturado de aguardiente y desocupado de dinero, Juan emprendió el camino del Acebuchal para dormir la mona en el chozajo. El paisaje estaba desconsolado a causa del vendaval. Los charcos, llenos de lluvia, estallaban con sus pisadas de borracho. Para entretener la larga caminata, de vez en cuando, cantiñeaba las alegrías de Paca la del Realito: De Córdoba Lagartijo y de Granada Frascuelo, Cara Ancha de Algeciras Y de Cai: El Marinero Se acercó a la vivienda y abrió la puerta violentamente. El aliento frío de la media noche se precipitó dentro de la choza. La lamparilla osciló y casi naufraga en su pequeño mar de aceite dorado. Canela se puso alerta. Un gruñido despabiló en su garganta. Ana María entreabrió sus ojos, pero le faltaron fuerza y costumbre para quejarse. Juan notó la tufarada del parto. Se acercó al camastro y palpó el envoltorio que yacía junto a la madre. El recién nacido contrajo los párpados. Juan sintió un sentimiento parecido a la ternura. Como venía peneque extendió en el suelo jirones de manta y andrajos donde recostarse e intentó dormir. Las emanaciones del aguardiente clareaban las brumas de su memoria. Cuando contaba pocos meses quedó huérfano de padre y madre a causa del cólera morbo que se extendió como una nube venenosa por el Campo de Gibraltar. Lo recogió una extraña mujer llamada Matea que decía ser tía suya, pero que en realidad era hermana de leche de su procreador. Esta hembra refunfuñadora, desabrida y de mal aspecto, se dedicaba a los tejemanejes del contrabando, ocupación que le absorbía casi todo su tiempo. Por esa razón Juan vivió una niñez desamparada, sin doctrina ni educación, sin instrucción ni disciplina. Matea lo empleó en el pastoreo de una piara de cabras, cerdos y ovejas que pertenecieron a los padres del muchacho. Poca o ninguna prosperidad tuvo el ganado en las ineficaces manos del zagalón haragán, perezoso y bárbaro. No sólo escamoteaba los chivos y los corderos engañando a su tía, sino que le sustraía los dineros de la vieja, para gastarlo en vino y sobre todo en hembras. Mateo optó por guardar sus fondos fuera de la choza, en un lugar secreto, para no tener más altercados con su pupilo . Un veintiocho de mayo Matea sintió en su médula un roce frío y paralizador. Presagió que la muerte entraba en ella. A cada paso que daba el dolor se adentraba en sus entrañas y la enferma ululaba igual que los lobos. Al advertir que sus horas se agotaban, llamó a Juan y con su ayuda levantó la colchoneta en la que yacía. Debajo había una caja alargada, grande y pesada. Matea guardaba aquel extraño y macabro cofre desde hacía tiempo. Vino a su choza el mismo día y a la misma hora que Juan. El chiquillo, entonces, apenas tenía ocho meses. -Este arcón es tuyo. Guárdalo. Óyeme bien porque es algo sagrado lo que tienes que cumplir. - ¿Y qué tengo yo que hacer? -Ahí dentro se guarda una herencia. - ¿Una herencia? -Si. La de los Lagares. - ¿Y quiénes son los Lagares? -Tú - ¿Yo? -Sí. Los Lagares fueron tu gente. - ¿Mi gente? Yo no tengo a nadie más que a ti. Tú eres mi gente, tú eres mi familia. -No. Tu eres el último de los Lagares. - ¿Qué yo soy el último de los Lagares? Tú siempre me dijiste que me llamaba Juan García Álvarez. ¿Qué tengo yo que ver con los parientes esos? -Tu padre se llamaba Jonás García Menacho, y tu abuelo, Juan de Dios García Lagares. Esto es así. La herencia es tuya. - ¿Y cómo llegó hasta aquí? -Presta atención: tu padre. Mi hermano de leche, me entregó la herencia de los Lagares antes de morir. Eran los años del cólera. Me hizo jurar que te daría el cofre cuando fueras un hombre hecho y derecho. Tú sabes que eres un miserable, pero como la muerte se está bebiendo mi sangre, te la doy para cumplir con mi juramento. - ¿Qué hay dentro de ese cajón? -Dinero. Mucho dinero. - ¡Dinero! ¿Y vivimos en la miseria? ¡Dinero! -Si. Ya sé que, para ti, todo el oro del mundo no es suficiente para gastarlo con putañas. ¡Pero atiende! Esos monises no se pueden tocar. Están malditos. ¡Ay de aquél que lo gaste si antes no cumple la voluntad de los muertos! - ¿De los muertos? -De los Lagares. Ten presente eso. Con ese parné debes dar sepultura a los Lagares en el cementerio de Gibraltar. Juan estaba sobrecogido porque era cobarde y asustadizo. Matea prosiguió. Tenía poca voz y escasas fuerzas. -No dispongas de la herencia sin haber cumplido la voluntad de los difuntos. Si no les das sepultura donde ellos la reclaman, todas las noches de tu vida oirás la voz de los fallecidos, sus manos frías arañaran tu memoria. Su maldición te rodeará como un cerco de espinas venenosas. Esos cadáveres tienen que descansar en Gibraltar...en Gibraltar...en… A Matea le dio un agudo golpe de tos. Su rostro se congestionó y sus ojos se desorbitaron. Juan la incorporó. Apremiado por el miedo de lo que acababa de oír, le preguntó: - ¿Dónde están los Lagares? La agonizante tardaba en responder. - ¡Óyeme tía Matea! ¿Dónde están esos muertos? ¿Qué tengo yo que hacer? La mujer con un hilo de voz apenas perceptible respondió: -Dentro del cofre hay un papel con una cruz pintada. No sé lo que quiere decir. Tu madre me pidió que te enseñaran a leer y tu padre esperaba que así averiguases el significado de la cruz. Pero no he cumplido bien el encargo. Como maestra no he logrado hacer carrera de ti. También tu madre te escribió una carta cuando se sintió morir, pero ésta se perdió como tantas cosas. Ella quería… ella era...en la carta...en la carta… - ¿Dónde está la carta de mi madre? La enferma dobló la cabeza como una panoja mustia. Juan la dejó reposar sobre la almohada. -Juan te veo a través de la borrosa piel de las alas de la muerte. -No me digas esas cosas y háblame de la herencia y de la carta. -Tengo un dedo negro en mi paladar que me oprime y me asfixia. -Dime por favor ¿Dónde están los Lagares? -Juan, está llegando a mi pecho una larga noche, oscura, sin luz, sin fin. Por allí vienen los Lagares… -Tía Matea. ¿Cuántos eran los Lagares? -Siento que aplastan la tierra sobre mí. Tengo los huesos llenos de moho y las venas me pesan porque se están cuajando. Juan entierra esos cadáveres, entierra a los Lagares. Un ronquido chocante se entremezcló con la respiración alterada de la expirante. La mujer intentó continuar hablando, pero cayó inerte. Matea murió y la respuesta se congeló en su boca sin aliento. Una mueca lúgubre desencajó su rostro. Su brazo se desplomó de la cama. Su mano cayó en el suelo terrizo de la choza. - ¡Tía Matea, habla! ¡Habla por lo que más quieras! ¡Pero habla claro! Matea comenzó a palidecer y sus ojos inanimados empezaron a empañarse. Con la llegada de la muerte, en el interior de la vivienda, las cosas se transmutaron y perdieron momentáneamente su utilidad. Juan estaba asustado. Miró al cajón que tenía al alcance de sus manos. Sospechó que algo maldito se guardaba en él. Desconcertado le dio una patada. La argentería sonó. Los pelos de Juan se erizaron. Sintió que unas manos fantasmales contaban las monedas, ejecutando un macabro inventario. asustado, no quiso abrir aquel armatoste de hierro. En el pavimento terrizo cavó una zanja y allí ocultó la manda causante de su congoja. Encima puso un pedrusco que servía de asiento en el rústico hogar. Los ojos sin vida de la difunta miraban sin interrupción el nuevo escondrijo de las monedas. Juan veló a la muerta, pero no tuvo el valor para cerrarle los párpados y el cristalino se fue tornando intransparente. Su expresión viró y se hizo ininteligible y tenebrosa. En la soledad de la noche se oyeron los aullidos de los zorros como si emitiesen bárbaros mensajes. Las gaviotas cruzaban por el cielo negro del Acebuchal expulsando huraños graznidos y el viento silbaba una trémula marcha mortuoria. El entierro fue gratuito y despoblado. Juan se puso un trozo de trapo oscuro sobre la manga de la chaquetilla y se anudó al cuello un pañuelo del mismo color. Con ello intentaba demostrar su dolor, pues Matea había sido el inusual cariño de su historia. Una mangarrana pécora se dio cuenta del hambre de hembra que devoraba al mozo y poco a poco se insertó en su vida y en su lecho, sacándole los pocos cuartos que éste reunía. Ella era un crápula, pendenciera, sucia y desastrada. Se llamaba Virtudes Brenes Bejarano, aunque era más conocida por Virtudes la de Conil. En los primeros días de junio se celebraba, por concesión real, la feria de Algeciras, renombrado mercado de bestias mansas. En esas fechas, en el Cerro del Mercado, se agrupaban ganaderos, tratantes, corredores, apeadores, labriegos, sablistas, vividores, y un puterío bajo, grosero y soez. En una de estas ramerías ambulantes llegó a Algeciras, como un laurel manchado de cieno: Virtudes la de Conil. La dueña de la mancebía errante, Rufa la Calandria, sabía que Virtudes tenía una hija que era doncella e inexplorada, y esperaba vender bien el virgo de la niña en la feria de Antequera. Allí contaba con un exigente, depravado y rico cliente, que lo pagaría bien. La criatura, que se había criado en un hospicio, abandonó el centro benéfico en esas fechas. Virtudes, que conocía las intenciones de Rufa, decidió negociar este asunto por su cuenta. La chiquilla era de ella y su flor también. Al final de la feria de Algeciras, el chozajo de Rufa fue desmontado para seguir sus rutas de ferias, romerías y verbenas. La Virtudes y su hija recién llegada desaparecieron sin dejar rastro. La Calandria se tuvo que marchar con una puta menos y un cabreo más. La de Conil se escondió por algún tiempo; luego regresó a Algeciras calculando que la Calandria feriaba lejos del Campo de Gibraltar. Fue por aquellos días cuando tropezó con Juan. El muchacho había visto a la adolescente en una ocasión que merodeaba por el tenderete de la Calandria. se acercó y le habló, pero la Rufa, que andaba al tanto, dio un bufido y salpicó de insultos, lindezas y palabrotas la limpia mañana de junio. Juan, verde como las hojas del perejil y con las orejas gachas, se retiró abochornado. Pero ahora la jovenzuela se encontraba sola, sentada sobre una piedra y sus pies descalzos chapoteaban las aguas del arroyo del Pícaro. Juan al verla se animó y le preguntó: - ¿Qué haces tú por aquí? La chavala prosiguió con la cabeza inclinada sin contestar. Sin embargo, por detrás de un alto lentisco salió disparada una voz como un saetazo. -Y a ti ¿Que leche te importa? Juan se quedó inmóvil. Virtudes surgió en la parte posterior de un arbusto. Él reconoció a la pendeja. -No te pongas así. -Me pongo como me da la gana. - ¡Está bien mujer! - ¡Ahueca el ala pimpollo! - ¿No estabas en el sombrajo de la Rufa la feria pasada? -Si ¿Es que te manda ella? ¿Eres un canaca? -No, no me manda nadie. -Entonces ¿Qué haces aquí? -Vivo aquí cerca ¿Y vosotras dónde trabajáis? -De momento en ningún lado, yo voy a domicilio. - ¿Cobras mucho? -Depende. Y así comenzaron a tratarse Juan y Virtudes. La de Conil esquilmaba al muchacho, y éste, cada vez con más ansias de papo, se sentía enloquecer. -Niño o más parné o no hay servicio. - le dijo una noche que Juan la requirió. -Ayer te di lo que tenía. Vendí la última cabra. -Ayer tuvimos que comer. Hoy es otro día. -No tengo monis. -Pues te quedas en ayunas como los caracoles. -Fiao. Déjame hacerlo fiao. ¡Mira que me da la picá! -Nanai, ¡A martín, martín! -En mi casa tengo un cofre grande lleno de monedas. - ¿Tú? -Sí, yo. - ¿En dónde lo has robado? -No lo he robado. Es una herencia. -No me digas que eres rochí. -Sí, La herencia de los Lagares la tengo yo. - ¿Y quiénes eran esos? -Mi gente, y no me des jarilla… -Pues págame. -Te la doy entera para ti. - ¿A cambio de qué? -De tu hija. - ¿De mi hija? ¿Sabes lo que estás diciendo? -Sí, yo te doy la herencia y tú me das a tu hija, pero para siempre. - ¿Cuántos chismitos hay? -La morterá. -Hay que contarlos. -Dime antes si cerramos el trato. -Si hay más de veinte monedas de plata te dejo que la estrenes. - ¡Rasca! Hay más de cincuenta, pero yo no quiero ser el primero, quiero ser el dueño. - ¿Hay cien monedas? -Creo que sí, quizás más. -Vamos a verlo. Juan y Virtudes entraron en la choza. Él retiró la piedra grande que cubría el suelo, cogió una azada y sacó la caja de hierro. Luego la abrió. Las monedas despertaron de un añoso y silente sueño y comenzaron a brillar. Los ojos de la de Conil parpadeaban preguntones, calculadores y avaros. - ¿Todo para mí? -Si me das a tu hija. -Trato hecho. - ¿No te dará reconcomía? -No. Te lo juro. Lo que yo juro es una ley. -La niña queda vendida. -De acuerdo. Tú te quedas con ella. -Que no vale volverse atrás. ¿Estás al liquindoi? -Yo no sentiré remordimiento. A las mujeres tarde o temprano, a todas nos venden. - ¿A ti te vendieron? -La que decía que era mi abuela chalaneó mi flor a un ricachón de Chiclana. Luego me revendió otra, y otra y otra. La última vez fue Rufa la Calandria. Además, también hay señorones que venden a sus hijas por un apellido, por una posición, por un cortijo o por otras muchas cosas. Las hembras nacemos para ser esclavas. - ¿Entonces? -Lo hablado es ley. Para mí el baúl entero, para tí la niña que también está entera. Virtudes toleraba a su hija como quien soporta la compañía de un chucho fiel al que no se quiere demasiado. El mocetón cerró el cofre y le entregó la llave a la pelagato. Esta llamó a su hija. Sin más explicaciones le ordenó que desde ese momento se quedase a vivir con Juan. La chiquilla miró al hombre bronco, procaz y putañero. En su mirada triste no había rastro de estrañeza. Era un trabajo más que tenía que aceptar. Su vida era la de un animal doméstico totalmente sometido. La bicha de Conil le levantó la falda y mostró a Juan la desnudez. Sus carnes eran del color del durazno. -Está nueva. Nadie la ha tocado. Veras lo bien que hace todo. Lo que no sepa, tú se lo enseñas. La maturranga cogió la caja de la herencia de los Lagares, la montó en una burra y salió de la choza. Ana María quedó a merced del nuevo dueño. Su madre se marchó sin darle un beso. Juan estaba inquieto, no por la compra que acababa de efectuar, sino porque a su mente tan inmadura se asomó el antiguo miedo que sintió un día ante el cadáver de su tía Matea. La herencia de los Lagares se alejaba de su poder y él no había mantenido su compromiso de ser formal con lo que era casi sagrado. La verdad es que su tía no le especificó nada, murió con aquellas palabras congeladas en su garganta. Una punzada de terror le atravesó el intestino. Los pelos se le erizaron y por poco no se le paralizan las piernas. Salió a la puerta del chamizo y gritó: - ¡Virtudes! ¡Virtudes! La Conileña se paró. El muchacho corrió hacia ella. -No te he dicho una cosa. - ¿Qué cosa? -Ese dinero es de mis muertos. Está maldito. -Maldito o bendito este dinero es mío. -Allá tú. Yo cumplo con decírtelo. Desde ahora a ti te toca satisfacer a los muertos. - ¿A mí? ¡Parpucho! Óyeme: ¡Que tus muertos se vayan a la mierda! - ¿No te da gindama? -A mí no me asustan los fiambres. Mira, hace unos años, en Chiclana, estiró la pata la mujer de un suboficial. Un tío con un genio más fuerte que un caballo padre, pero la hembra lo dominaba. Le ponía los cuernos y lo humillaba cada dos por tres. ¡Tenía chirivitas la jaquetona aquella! El sargento con los soldados era cruel, pero dentro de la alcoba era un cabrón. La gachí espichó de repente y el militar vino a buscarme esa noche. Me llevó a su casa. Se desnudó y me desnudó delante de la difunta. Se metió en mis carnes unas pocas de veces. Y la interfecta ni se inmutó. Los muertos no son capaces de mover un dedo. -Tú tienes que enterrar a los Lagares. - ¿A los Lagares? ¡Y una leche! - ¿Entonces qué va a pasar? Aparecerán. Te lo advierto. -Cuando se te aparezcan, les dices que vengan a verme. ¡Verás como no vienen! - ¿A dónde te vas? -A Ronda, pero no le digas nada a la niña. Como ya es tuya que se habitúe a ti. - ¿Y con los Lagares qué hacemos? -Si te parece, cuando llegue a Ronda cambiaré una moneda y con una parte le mando decir una misa. -No te olvides de hacerlo, aunque el cura te pida mucho dinero. -En Ronda hay uno que se ha acostado conmigo unas pocas de veces y me cobrará en especie. La mujer se alejó sin mirar atrás. La hija la vio partir y en ese momento comprendió que jamás volvería a verla. No sintió nada porque las mujeres como ella no tenían derecho a sentir. La chiquilla quedó en poder del muchacho. Se llamaba Ana María Brenes Bejarano. llevaba los apellidos de la madre únicamente. Su padre sería uno de los muchos machos que en las noches de feria de Andalucía pasaron por el cuerpo de Virtudes secretando semen. Juan había conseguido, mediante el trueque de la herencia de los Lagares meter una hembra en su lecho. Pero en su magin se expandió paulatinamente el fluido elástico del remordimiento. La gindáma lo cercó como una jauría de lebreles que ladraban cuando intentaba olvidar. El caudal relicto de los Lagares llevaba un riguroso mandato: dar enterramiento a los muertos. Esto no lo había cumplido, y la voz de la tía Matea no dejaba de resonar en sus sienes como una tormenta constante. Comenzó a padecer visiones terroríficas, soñaba con bandadas de esqueletos de cuervos, revoloteando sobre su cabeza y luego se posaban en el lugar que estuvo enterrado el arca de los Lagares. Allí los huesos se dislocaban entre crepitaciones aterradoras, para formar un calavernario que el suelo sorbía. Juan de un sobresalto despertó. La choza seguía impregnada del olor empalagoso del parto. La luz de la lamparilla oscilaba espantando la oscuridad de la noche. Ana María yacía en el catre, y a su lado dormitaba el recién nacido. El hombre se levantó y se acercó al lecho. Miró al crío durante un rato, pero no lo tomó en sus brazos. No quería roce. No se quería empadrar. Tenía miedo de que éste también muriera tempranamente. Anteriormente Ana María había tenido tres alumbramientos; tres cuerpos que Juan llevó al camposanto envueltos en trapos. Estos pequeños seres, a los pocos días de nacer, comenzaban a mustiarse como las azucenas olvidadas en los altares descuidados de los templos solitarios. Los niños nacían con sed de tierra y hambre de oscuridad. Su sustancia se tornaba amarillenta, cerúlea, blanda. En sus rostros aparecían arrugas de una repentina vejez. Las briznas de pelos que cubrían sus minúsculos cráneos se ponían opacas porque no les llegaba la savia de la vida. La muerte inmovilizaba a los bebés clavando en sus corazoncitos una flor sombría. ¿Sería aquella la maldición de los Lagares? ¿La extinción prematura de sus hijos era un castigo? ¿Las visiones terroríficas de las noches sin luna eran una condena? Juan escuchaba las últimas palabras de su tía Matea y su razón se ensordecía. La herencia de los Lagares había convertido a Juan en un estuprador y a Ana María en un animal callado, atónito y sin esperanza. La neblina colgaba hilos de nubes sobre las ramas de los árboles, dándole a la mañana un aspecto de ópalo sin cuajar. Juan se despertó y vio que la parida estaba levantada. Calentaba zurrapas de café. Las vertió en una vieja lata y con pasos en los que se reflejaba el dolor, se acercó a él. -Aquel es tu hijo-dijo moviendo la cabeza en dirección al camastro. - ¿Es macho? -Sí -Está bien-contestó Juan. - ¿Lo has visto? -Anoche cuando llegué. Tú dormías. -Me quedé traspuesta. -Después de un silencio Ana María preguntó: - ¿Cómo le llamaremos? -No lo sé, -dijo el hombre- no lo he pensado. -A los otros les llamaste Mateo. Juan siempre fue agradecido a su tutriz. -Y se murieron. Mateo se llaman los muertos. - ¿Entonces? -A esté no le diremos Mateo, le diremos Juan. -Como tú digas. -No, Juan me llamo yo. Es mucho lio que los dos nos llamemos igual. -Pues tú dirás. -Juanillo. Eso es: Juanillo. El padre se acercó al lecho con deseos de verlo, pero no se atrevió a tocarlo. Preguntó: - ¿Ha empezado a ponerse amarillo? -No, éste no - Respondió la mujer. - ¿Y viene bien? -Me parece a mí que no. - ¿Qué le ocurre? -Mira -dijo la madre a la vez que le quitaba el embozo que lo cubría. -Bueno, ¿Y qué tiene? - decía Juan mirando aquel menudo cuerpo, tierno como una porción de manteca fresca. -Tu hijo tiene pezuñas. La madre al decirlo, acariciaba con cariño y pena los pies de Juanillo García Brenes. El rorro, inmóvil y dormido, mostraba a la luz del día su deformidad. El padre lo miró y acto seguido la emprendió a empellones con la pobre mujer, que cayó al suelo. Juan salió violentamente de la vivienda. El chiquitín comenzó a llorar. Ana María se levantó y tomó al niño en sus brazos, luego besó sus torcidas extremidades. Serían las culpables de que en la zona le nombraran hasta su muerte: Juanillo el Zambo.

CAPÍTULO 3 

CANELA

Juan gastó hasta el último céntimo de los ahorros que Matea le dejó y que tenía escondidos en un lugar fuera de la choza. También despilfarró el importe del ganado que había heredado de su padre, por lo que tanto él como Ana María vivían en la más lamentable miseria. Prefería pedir antes que trabajar. Aprendió pronto el oficio de menesteroso. Se adiestró en aparentar ante el potentado sumisión e incluso memez. La práctica le enseñó que la limosna solicitada por un alelado se daba por compasión y la pedida por un inteligente, la mayoría de las veces, provocaba miedo e incluso remordimiento. Arrastró a Ana María a ganarse la vida de la misma manera, ya que resultaba una pordiosera lucrativa, especialmente cuando estaba preñada o con un recién nacido en los brazos. Un domingo templado de invierno Juan y Ana María fueron a la Plaza Alta a desempeñar sus tareas de pidienteros. Era el día de la semana más provechoso. Las misas que se decían en el templo de Santa María de la Palma eran lucrativas, ya que los fieles que asistían a estas funciones atendían la solicitud de los indigentes. Ana María solía llevar a Juanillo en sus brazos envuelto en una toquilla ajada en la que aparecían sus pequeños pies en forma de pezuña. Esto conmovía a la gente. El chiquillo resultaba rentable sucio, patizambo y famélico, pero este domingo la criatura padecía la tos ferina y, en ese estado, provocaba la aprensión en el público. Por esta razón lo dejaron en la chabola. Juan y Ana María salieron y cerraron la portezuela con una tranca. Canela fue atada a un hinco junto a la entrada. Cuando se alejaban por la vereda, el palo resbaló y la puerta quedó solamente entornada. Un cerdo que campeaba entre las huertas se acercó al chamizo. Canela comenzó a ladrar. El gorrino, sin hacer caso, penetró en el cubículo. La vivienda estaba silenciosa. Juanillo dormía profundamente dentro de un cajón que hacía las veces de cuna. El bruto detectaba con su olfato la calidad de la roña que se adhería a las paredes del cuartucho. Luego olfateó al niño. Juanillo despertó bruscamente al sentir la humedad del hocico y empezó a gritar y a toser. Canela ladraba y tiraba violentamente de la atadura, sin miedo a morir ahorcada. El cochino lamió la cara del crío cubierta de lágrimas, babas y mocos. El bebé asustado, se ahogaba entre llantos y golpes de tos convulsiva. La perra pudo romper la cuerda que le apresaba. Se abalanzó sobre el intruso. Sus dientes agudos y afilados se clavaron en las gruesas nalgas del marrano. El herido corrió despavorido, arrastrando tras de sí a Canela que tenía las fauces empotradas en sus cuartos traseros. La boca del chucho rebosaba humor, plasma y grasa viva. Los roncos gruñidos del cerdo eran aterradores y retumbaron en la dulce mañana, conmoviendo a los hortelanos que apresuradamente acudieron. A pedradas lograron separar la perra de su presa. El puerco al sentirse libre dio media vuelta y le asestó a Canela dos violentas dentelladas, una en el pescuezo y otra en una oreja. La perra aulló lastimeramente. Con la oreja colgando, asfixiada, sangrante y acosada por los palos y los guijarrazos, volvió a la choza. Con el pudor que caracteriza a estos seres a la hora de morir, no quiso entrar en la vivienda y se ocultó tras unas piedras que había en el exterior. Ana María llegó y con la preocupación del hijo enfermo no se fijó en la perra, pero Juan que venía ebrio se entretuvo en evacuar sus aguas menores y vio que Canela gemía sordamente rodeada de un charco de sangre. El borracho putañero notó que el can se había soltado del atadero, ciego de rabia, cogió un hierro que encontró a mano y la emprendió a porrazos con la moribunda. -¡Guardiana de mierda! ¡Perra inútil! Al tercer golpe Canela expiró con el cráneo aplastado, y aún seguía el cerril aquel vapuleándola. Juanillo creció. Su tronco se erguía sobre unas piernas torcidas y unas pezuñas deformes, como un juguete desvencijado. El pequeño mendigo andaba con dificultad y hablaba con torpeza. Sin embargo, sus ojos miraban rebosantes de cariño. En su boca temblaba permanentemente el aleteo de una sonrisa. Si sus pies estaban desmañados, sus manos, menos torpes, eran capaces de realizar toscos trabajos. La madre se percató de esto y procuró, con los medios a su alcance, desarrollarle una mínima aptitud. Cuando caminaban por los campos, recogían de los palmitos sus hojas en figura de abanico y Ana María le enseñaba a separar las lacinias y torcerlas hasta conseguir un cordón correoso llamado tomiza. Con ella hacían soplillos, escobas y otros utensilios muy elementales. En este menester empleaban casi todas sus horas. Esto y poco más es lo que sé de la infancia de Juanillo García Brenes, al que veo de cuerpo presente en el Hospital de la Caridad de San Roque. Su plasma, ahora macizado en el interior de sus venas, guarda los sedimentos de unos personajes que se empotraron en la sustancia de muchas leyendas del Campo de Gibraltar. Las historias de los García y de los Álvarez - apellidos paternos de Juanillo el Zambo - fueron dos torrentes de sangre que engendraron seres tan nefastos como Juan o tan inauditos como Juanillo. En ambas castas surgieron mujeres trascendentales y hombres concluyentes. Sus nombres constituyen los capítulos de estas precipitadas crónicas

La enfermedad del Alma

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Hay una serie de monumentos que el ser humano las has catalogado cómo las siete maravillas del mundo, Pero en realidad y bajo mi opinión las siete maravillas del mundo son: Poder ver, poder oír, poder tocar, poder sentir, poder probar, poder reír y poder amar. En nuestro espíritu radica nuestros sentimientos, y esa terrible enfermedad del alma que muchos tenemos o teníamos nos impide sentir, y nos hacemos indolente; La indolencia es el que sufre, pero no siente, la indolencia en la espiritualidad, es la orfandad de Dios y de nada sirve desintoxicar tu cuerpo cuándo tienes la perversa enfermedad del alma, esa alma envenenada. Los tres venenos del alma son la ira, la codicia y la avaricia. El problema del ser humano es qué siempre carga con tres problemas y el ser humano está programado para lidiar con un solo problema; ¿Y cuáles son esos tres problemas? El primero, el que tuvimos, segundo, el que tenemos y tercero, el que tendremos. En mis meditaciones he llegado a comprobar que la verdadera paz se encuentra el verdadero silencio, y en el verdadero silencio se encuentra la usencia del ego. La perversa enfermedad del Alma se llama Ego manía. Hay dos tipos de enfermedades, la enfermedad espiritual y la enfermedad de la que se denomina del cuerpo, sí la enfermedad es del cuerpo se soluciona con una medicina material, pero si la enfermedad es del alma necesita una medicina espiritual. Y hay mucha gente que no les gusta hablar de espiritualidad de que no entienden las herramientas de la espiritualidad. Y por qué en esta sociedad no nos gusta a muchos hablar de Dios, es un dilema que nos cuesta mucho trabajo de comprender y de entender. La teoría de San Agustín: El divide las funciones del alma en tres partes, memoria, entendimiento y voluntad. Así lo describía San Agustín porque eso tiene otra tarea; La comprensión pues no es lo mismo entender que comprender; Y el alma en realidad lo que necesita es la faculta de comprensión. Ese es un principio para poder atacar la perversa enfermedad del alma. ¿Pero que es la perversidad ?;Perversidad es peor que maldad, porqué la maldad puedes hacerla y no darte cuenta que la estás haciendo, pero como ya dijo Carl Gustav Jung, que la mente oscila en el péndulo del sentido y del sinsentido, no de lo bueno ni lo malo, pero ¿porque dice eso? Porque en la sociedad actual en la que vivimos para lo que muchos es malo, para otros es bueno, y en cualquier acontecimiento de la vida, para lo que muchas veces es bueno para otras veces es malo y viceversa y ahí nos perdemos, en ese factor ¿Qué es lo malo y que es lo bueno? y es simplemente lo que te acomoda y la gran mayoría no sabemos discernir eso ¿Por qué la mayoría no sabemos discernir eso?; Yo antes quiero empíricamente explicar ¿Qué es el alma?, ¿Que tiene el alma?, ¿Dónde se encuentra el alma?; El alma es donde radican los sentimientos, es la sede de la conciencia, es la que nos permite reír o llorar, es la que nos permite amar u odiar, es prácticamente el filtro de las decisiones. Él decir la sede de la conciencia es lo que precisamente mucha gente no entiende, que conciencia es la presencia de Dios en el ser humano. Descartes nos dice precisamente donde radica el alma, desde tiempos milenarios desde los egipcios, en realidad sabían dónde estaba el alma. Cuando parten un celebro a la mitad hay una grandura que se llama pineal, los egipcios lo llamaban el ojo de Ra. Hay mucho por escribir aun, lo que esa grandura hace, es como una conexión entre Dios y el humano y el humano con Dios. Obviamente el filtro del alma es el espíritu. Él alma es insobornable pero el cuerpo es sobornable. La comprensión, dé los defectos de tu carácter, cuándo los conoces y los ignoras eso es ya perversidad. Por eso para sanar el alma no basta con la fuerza de voluntad, más bien con la buena voluntad y vamos a tratar de entenderlos uno a uno. El miedo por sí solo ya es una enfermedad del alma que descontrola nuestros defectos o pecados capitales y esos pecados tienen nombres, significado y origen. Soberbia, mientras más sufriste en tu infancia más soberbio eres. El segundo pecado o defecto es la avaricia y la avaricia tiene su origen en las carencias que tuviste en tu infancia. El tercer defecto o pecado es la lujuria, la lujuria tiene su origen, en carencia de contacto corporal en la infancia, el cuarto defecto es la ira y su origen en frustraciones de la infancia, la ira es la no aceptación que esta más allá de nuestro control, por eso nos enojamos, nos irritamos porque no podemos controlar algo. La ira es uno de los pecados o defectos de carácter más serios de no poder controlar las cosas e incluso llegas a matar en un ataque de ira. La gura, la gura tiene su origen en falta de amor así ti mismo un ejemplo, sería cuando vives para comer y no comes para vivir. La envidia tiene su origen en las carencias de la infancia, él envidioso en realidad no quiere lo que tú tienes, quiere que tu pierdas lo que tienes. La pereza; La pereza es el mal espiritual que provoca la depresión y su origen, dependencia excesiva en la infancia. ¿Qué es lo que despierta la conciencia? El dolor y como la conciencia radica en el alma; Y no se puede despertar, la conciencia sin dolor y el ser humano hará cualquier estupidez por estúpida que sea para no tener que enfrentarse con su propia alma. Espero que sanen su alma, es un proceso al principio difícil, a la mitad desordenado y confuso, pero con un final brillante. Roman Lopez De La Serna Roman Lopez De La Serna (discusión) 00:24 14 mar 2022 (UTC)Responder