Julio César Arana del Águila

empresario, político peruano y esclavista
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Julio César Arana del Águila (Rioja, San Martín, 1864-Magdalena del Mar, Lima, 1952) fue un empresario cauchero y político peruano. Amasó una cuantiosa fortuna con la explotación del caucho en la región amazónica. Su empresa, la Casa Arana, se convirtió en 1907 en la Peruvian Amazon Rubber Company, con participación de capitales británicos y con sede en Londres. Al desatarse los llamados escándalos del Putumayo, en la región fronteriza entre Perú y Colombia, fue sindicado como el responsable de la explotación y la muerte de miles de indígenas amazónicos, a los que empleaba como trabajadores esclavizados. Los resultados de una investigación realizada por Roger Casement, a instancias del gobierno británico, motivaron que fuera procesado judicialmente, pero el inicio de la primera guerra mundial frustró el proceso. Llegó a ser senador por Loreto y presidente de la Cámara de Comercio de esa región. Como senador, se opuso a la aprobación del Tratado Salomón-Lozano.

Julio César Arana del Águila


Senador de la República del Perú
por Loreto
28 de julio de 1922-12 de octubre de 1929


Alcalde de Iquitos
1902-1903

Información personal
Nacimiento 1864 Ver y modificar los datos en Wikidata
Rioja, Perú Perú
Fallecimiento 1952 Ver y modificar los datos en Wikidata
Lima, Perú Perú
Nacionalidad Peruana
Información profesional
Ocupación Político y empresario Ver y modificar los datos en Wikidata

Empresario del caucho

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Hijo de un sombrerero, solo tuvo estudios elementales. Se inició en el comercio y la explotación del caucho y otros productos, en Yurimaguas, en plena selva peruana, a partir de 1881. La explotación del caucho, a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX había despertado en toda esa zona la llamada fiebre del caucho.[1]

En 1889 se trasladó a Iquitos y en algunos años amplió sus operaciones caucheras en las riberas del Putumayo.[1]

La cercanía de la zona con Colombia le permitió enlazarse con compañías de ese país, como Larrañaga, Ramírez y Cía., de La Chorrera, entre otras, cuyas explotaciones se realizaban en la riberas del río Igaraparaná y el río Caraparaná, afluentes del río Putumayo.[1]

En 1899, Arana observó que a lo largo del Putumayo, zona toda ella cauchera, había una extensa población indígena; imaginó entonces las grandes ventajas que le reportaría una mano de obra esclava a fin de competir hasta la destrucción de sus rivales más inmediatos, los Casa Suárez, Fitzcarrald, Vaca Díez y demás siringueros o extractores de caucho. Aprendió los procedimientos criminales de la Calderón, compañía cauchera del Putumayo que, a partir de 1900, esclavizaba a los indígenas para colocarse en envidiable situación productiva. Los infelices habitantes naturales de las riberas de los ríos Cara-paraná, al alto Cahuinarí e Igara-paraná –es decir, los huitoto, andoque, bora y nonuya– fueron utilizados para la extracción de goma, su carga y transporte y los oficios propios de los campamentos. Sus tradiciones como el cultivo, la caza y otras actividades propias de sus comunidades les fueron entonces prohibidas.[2]

Sus éxitos comerciales catapultaron a Arana a la alcaldía de Iquitos en 1902. A partir de esa fecha asumió diversos cargos públicos, entre ellos el de presidente de la Cámara de Comercio y de la Junta Departamental.[1]

La bonanza de sus negocios lo llevó a instalar una sucursal en Manaus, Brasil, en 1903, con la intención de evitar la intromisión de agentes comisionistas. Dueño ya de una sustanciosa fortuna, constituyó la sociedad J.C. Arana y Hnos. y rápidamente adquirió la cesión de derechos de los ocupantes de muchos gomales, llegando a tener hasta 45 centros de recolección. No bastándole los negocios en territorio peruano, abrió exitosamente agencias en Londres y Nueva York, sustituyendo la sociedad familiar por la Peruvian Amazon Rubber Company, constituida en Londres en 1907 y respaldada con un capital de £ 1 000 000. En esta nueva compañía se mantuvo como gerente, asesorado por cuatro directores ingleses.

Su creciente poder le permitió adquirir gran número de explotaciones caucheras en la margen colombiana del Putumayo. Sus anteriores propietarios alegaron ante el gobierno colombiano que el método de adquisición de Arana consistía en la amenaza directa con sus hombres armados. El gobierno colombiano desoyó estas protestas. Los competidores de Arana contribuyeron entonces a difundir su fama de desalmado genocida. Esta imagen del cauchero sin escrúpulos sirvió de argumento, años después, de la novela La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, cuyo escenario es la frontera del Perú y Colombia. Rivera se valió de testimonios directos para escribir su célebre relato.

Los crímenes del Putumayo

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La explotación del caucho a escala multinacional requería de cientos de trabajadores sin apenas retribución, producción constante y el dominio de una zona que no importaba mucho a ningún gobierno.

En las explotaciones caucheras de la Peruvian Amazon Rubber Co., guardias armados obligaban a los indígenas al trabajo sin descanso. Había allí dependencias donde se les torturaba si no aportaban las cantidades de caucho requeridas.

El autor Wade Davis hace un recuento de algunos de los hechos más horripilantes en su libro El río, exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica:[3]

En 1904 contrató a doscientos guardianes de Barbados y les encomendó la tarea de acorralar a cualquiera que intentara escapar (...) Los caucheros, a quienes se les permitía 'civilizar' a los indios, atacaban al alba, atrapando a sus víctimas en las malocas y ofreciéndoles regalos como excusa a su esclavitud. Una vez en garras de deudas que no podían comprender y a riesgo de la vida de sus familias, los huitotos trabajaban para producir una sustancia que no podían usar. Los que no cumplían con su cuota, los que veían que la aguja de la balanza no pasaba de la marca de los diez kilos, caían de bruces a la espera del castigo. A unos los golpeaban y azotaban, a otros les cortaban las manos o los dedos. Se sometían, porque si oponían resistencias sus esposas y sus hijos pagarían por ello.

Las primeras denuncias

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Un joven ingeniero ferroviario estadounidense, Walter Hardenburg, en 1908, de paso por el Putumayo, presenció también grandes vejaciones y asesinatos a los nativos, así como homicidios y persecución a los colombianos. Aquello fue La matanza de La Unión de enero de 1908, donde 2 naves, el vapor Liberal (propiedad de la Casa Arana), y la lancha de guerra Iquitos (propiedad del estado peruano en el Departamento de Loreto), con 80 personas de tripulación, hicieron una expedición a la cauchera La Unión, cuyos dueños se resistieron a vender sus propiedades, provocando que los 20 hombres sean atacados por otros 140, debido a su negativa. Muchos fallecieron, y los pocos que sobrevivieron, fueron conducidos a Iquitos para obligar a los colombianos a ceder a las demandas peruanas. No habría sido la primera vez que Arana se habría apropiado de las caucheras colombianas por medio de matones para imponer su voluntad, causándolos a través de préstamos y endeudamientos con cobros impulsivos (obteniéndolas a muy bajos precios o incluso gratis), y aprovechándose de la falta de protección que estos tenían por parte del gobierno colombiano (mientras que Arana tenía la complicidad del gobierno peruano).[4]

En 1909, el periódico londinense Truth, publicó el testimonio de Hardenburg bajo el título The Devil's Paradise (El paraíso del diablo). Walter relataba con detalle sus observaciones y otros testimonios que había logrado recoger durante sus meses de estadía en Iquitos; denunció la existencia de un verdadero régimen de esclavitud en el Putumayo, en el cual los indios eran forzados a trabajar, sometidos a la tortura en el cepo y al látigo, expuestos a hambrunas y a las pestes provocadas por las precarias condiciones de trabajo, entre otras formas de represión. Algunos de los hechos relatados por Hardenburg incluían que a los indígenas

…los torturaban con fuego, agua y la crucifixión con los pies para arriba. Los empleados de la compañía cortaban a los indios en pedazos con machetes y aplastaban los sesos de los niños pequeños al lanzarlos contra árboles y paredes. A los viejos los mataban cuando ya no podían trabajar, y para divertirse, los funcionarios de la compañía ejercitaban su pericia de tiradores utilizando a los indios como blanco. En ocasiones especiales como el sábado de Pascua, sábado de gloria los mataban en grupos o, con preferencia, los rociaban con queroseno y les prendían fuego para disfrutar con su agonía.
…Los agentes de la Compañía obligan a los pacíficos indios del Putumayo a trabajar día y noche, sin la más mínima recuperación salvo la comida necesaria para mantenerlos vivos. Les roban sus cosechas, sus mujeres, sus hijos. Los azotan inhumanamente hasta dejarles los huesos al aire... Toman a sus hijos por los pies y les estrellan la cabeza contra los árboles y paredes... Hombres, mujeres y niños sirven de blanco a los disparos por diversión y en oportunidades les queman con parafina para que los empleados disfruten con su desesperada agonía...
W. Hardenburg, 1909.

En 1910 continuaron las denuncias sobre las brutalidades de la Casa Arana y Hardenburg afirma que más 40 000 indígenas habían sido asesinados. Truth también insistió en que era una «compañía limitada inglesa con directores y accionistas ingleses». Esta verdad horrorizó al público británico.[2]

Las primeras acciones judiciales contra la Casa Arana

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En 1907, el ciudadano peruano Benjamín Saldaña presentó la primera denuncia contra la Casa Arana, por crímenes y abusos contra los indígenas del Putumayo. Un juez de Iquitos, Carlos A. Valcarcel, acogió la demanda.[5]

El fiscal de la Corte Suprema del Perú, José Salvador Cavero, en agosto de 1910, denunció los crímenes del Putumayo y propuso el nombramiento de una comisión judicial que se constituyera en la región para averiguar los hechos. La veracidad de los hechos se comprobó gracias a la enérgica actitud de los jueces de Iquitos Rómulo Paredes y Carlos A. Valcarcel. Se sindicaron a 215 personas como culpables (la mayoría de las cuales nunca fueron capturadas).[6]

Escándalo internacional. La investigación Casement

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En el ámbito internacional se empezó a hablar de los «crímenes del Putumayo», a raíz de las horrendas noticias sobre torturas y asesinatos de indígenas cometidos por empleados de las firmas caucheras de Sudamérica. Entre estas se hallaba la Peruvian Amazon de Julio Arana, cuyos accionistas y directivos eran británicos. Además, los empleados o capataces a quienes se sindicaba como los ejecutores de las atrocidades eran provenientes de la colonia británica de Barbados.[7]

Estas noticias tuvieron mucho eco en Inglaterra, país cuyos políticos buscaban pretextos para intervenir en Sudamérica. La defensa de los indígenas se les mostraba como una excelente razón para intervenir.[6]

En 1910, la Corona británica envió al cónsul inglés en Río de Janeiro, Roger Casement, para que investigara los hechos. En sus informes, Casement comprobó la esclavitud que sufrían los indígenas, a quienes se aplicaba la pena de muerte si intentaban huir, así como recogió testimonios de los castigos atroces que recibían si no cumplían la cuota de caucho que se les imponía, castigos que incluían mutilaciones y torturas con fuego. Así como otros abusos de violaciones y concubinatos forzosos impuesto a las mujeres indígenas. Calculó en 30 000 los indígenas asesinados. Confirmaba así la versión de Hardenburg. Su informe se publicó en julio de 1912, que quedó plasmado en el Libro Azul Británico.[8]

 
Roger Casement y Juan A. Tizón en La Chorrera, 1910

Casement envió a las autoridades peruanas la lista de los inculpados en los crímenes, que sumaban 255 personas. Solo se capturaron a unos cuantos, todos empleados de nivel inferior. La Casa Arana, en todo momento negó su culpabilidad institucional y achacó toda responsabilidad al personal subalterno, especialmente a los negros barbadenses. Reclamó con energía que se individualizara a los culpables. También prometió cambiar el sistema de la recolección del caucho para evitar abusos.[6]​ Los inculpados más prominentes huyeron, por lo que nunca fueron juzgados y al final prescribieron los delitos.

La defensa de Arana

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Julio César Arana con sus trabajadores.

En 1913, Arana tuvo que defenderse ante la Cámara de los Comunes en Londres, donde se había creado una comisión especial para investigar los crímenes del Putumayo. La principal defensa de Arana fue presentarse como «civilizador de indios», a los cuales describía como salvajes y caníbales. En breve tiempo redactó diversos escritos en Inglaterra y España con la intención de apuntalar su defensa, uno de los cuales es el libro Las cuestiones del Putumayo (Barcelona, 1913).[9]

Arana adujo a su favor que él no había tenido una vigilancia directa y personal sobre los métodos empleados para la recolección del caucho, por lo que ignoraba si se habían cometido las crueldades espantosas que se achacaba al personal subalterno, entre ellos los negros de Barbados, así como a algunos de sus directores, entre ellos el colombiano Ramón Sánchez y el boliviano Armando Normand. Aseveró que él no podía haber dado órdenes para cometer semejantes crímenes, basándose en la razón de que jamás habría diezmado a la población indígena, ya que eso habría ido contra sus propios intereses (su negocio requería de mucha mano de obra).[9]

La defensa de Arana la asumió el doctor Carlos Rey de Castro, quien señaló que el escándalo fue desatado por las siguientes razones:[6]

  • La propaganda intensa y onerosa desatada por Colombia, país que quería apoderarse del territorio situado entre el Putumayo y Caquetá, que entonces disputaba al Perú.
  • Algunos accionistas británicos de la Peruvian Amazon participaron en la intriga contra Arana.
  • El gobierno británico actuó movido por intereses políticos, ya que con la excusa de ayudar a los nativos pretendía intervenir en los asuntos de Sudamérica (era la época de la expansión de los imperialismos).
  • Casement era un neurótico, poseído por un afán enfermizo de notoriedad; además, recibía dinero de Colombia.
  • La Sociedad Antiesclavista y de Protección de los Aborígenes, si bien realizaba una campaña humanitaria, tenía al mismo tiempo el propósito oculto de aniquilar a toda empresa cauchera no británica para favorecer la producción de la India.
  • El periodista peruano Benjamín Saldaña Roca (de Iquitos) sacó a la luz estos escándalos basándose en informes de empleados despedidos y de algunos oportunistas, quienes previamente habían intentado chantajear a Arana, pidiéndole dinero a cambio de guardar silencio.
  • El estadounidense W. E. Hardenburg (el que publicó en la prensa londinense los testimonios escalofriantes citados anteriormente), también fue acusado por Arana de chantaje, así como de falsificación.
  • Los negros barbadenses dieron declaraciones falsas o exageradas, a veces llevados por su odio a los blancos y otras veces en espera de recompesas.
  • Algunos empleados colombianos de la Peruvian Amazon hicieron similares declaraciones por patriotismo, es decir, para apoyar la versión de su gobierno.
  • Otros testimonios provenían de personas de nula confianza: revoltosos, díscolos o alborotadores.
  • Los indios nativos se sumaron a la ola de acusaciones por su inclinación a la mentira o por rencor a sus patrones.
  • La prensa mundial se hizo eco del asunto por puro sensacionalismo.

Los que sostenían la culpabilidad de Arana, consideraban que había una abundancia de pruebas en su contra que hacían prácticamente inútil su defensa, que se basaba fundamentalmente en desacreditar a quienes le acusaban. Sin embargo, Arana salió bien librado ante la justicia peruana. Se dice que usó sus influencias sobre las autoridades, entre ellos un ministro de Estado, parlamentarios y autoridades de la región.[6]

La disputa fronteriza entre Perú y Colombia

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Mapa con la demarcación de los territorios fronterizos en disputa entre Perú y Colombia, y que pasaron a este último país por el Tratado de 1922.

Hay que tener en cuenta contexto internacional entre Perú y Colombia para entender el estallido del llamado escándalo de Putumayo. Ambos países se disputaban una extensa región amazónica fronteriza, entre el Putumayo y el Caquetá, justamente donde se hallaban las caucherías explotadas por la empresa de Arana. El 6 de julio de 1906 se había celebrado un modus vivendi entre ambas naciones, que neutralizó la zona en disputa y facilitó, indirectamente, por la ausencia de autoridades civiles, policiales o militares, la acción de gente inescrupulosa. Cuando en octubre de 1907, la cancillería colombiana pidió unilateralmente el cese del modus vivendi, la cancillería peruana pidió a Arana que ayudara con sus empleados a repeler una posible invasión colombiana. Se produjeron así choques entre peruanos y colombianos. El gobierno peruano veía por eso a la empresa de Arana como un símbolo tangible de la defensa del territorio patrio. Mientras que Colombia, interesada en apoderarse de esa zona, desató una campaña intensa y vilipendiosa contra Arana y su empresa.

Los gobiernos colombianos antes de 1930, nunca hicieron algo frente a las atrocidades de la compañía de Arana y, desde los orígenes de la explotación del caucho en el Amazonas colombiano, tenían buenas relaciones con Arana. Por ejemplo, en el gobierno del general Reyes (1905-1910) el cónsul en Manaus era un cauchero peruano, y el mismo general en tiempos de juventud había tenido negocios con Arana, ya que su familia y él tenían el negocio de la explotación de la quina y utilizaban las mismas rutas que el caucho, por tanto, alquilaban las embarcaciones de la Casa Arana.

Trayectoria política

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Instalado nuevamente en el Perú, tras una estadía en Argentina, Arana se interesó otra vez por la política, y en el gobierno del Oncenio (años 1920) fue elegido senador suplente por el departamento de Loreto. Cuando el senador titular, Julio Ego-Aguirre Dongo, asumió como ministro de estado, ocupó dicho escaño durante varios años. Su labor en el parlamento estuvo orientada a promover el progreso de la región amazónica, con iniciativas como la creación de un régimen de protección a las propiedades indígenas, en 1923; la reducción de los cánones tributario para la explotación del petróleo, también de 1923; y la creación del Colegio Nacional de Iquitos, efectuado mediante la Ley N.º 5100 de 18 de mayo de 1925.[1]

Fue uno de los más tenaces opositores al Tratado Salomón-Lozano (suscrito en 1923), porque estipulaba que el Perú debía renunciar, a favor de Colombia, la margen izquierda del río Putumayo –donde Arana tenía propiedades concedidas por el gobierno peruano– y se desconocía la nacionalidad peruana de sus pobladores. Incluso encabezó una campaña propagandística en contra del tratado y escribió un folleto titulado El protocolo Salomón-Lozano, que fue decomisado por el gobierno (1927). Cuando el tratado fue sometido a su aprobación por el Congreso, Arana se contó entre los siete legisladores que votaron en contra, frente la abrumadora mayoría de 102 representantes que votaron a favor (20 de diciembre de 1927). Los otros seis fueron los senadores Julio Ego-Aguirre Dongo y Pío Max Medina, y los diputados Santiago Arévalo, Toribio Hernández Mesía, Vicente Noriega del Águila y Fermín Málaga Santolalla.[10]

Su vida política duró hasta la caída del gobierno de Leguía (27 de agosto de 1930), tras lo cual decidió retirarse de la vida pública. Alejado desde hacía tiempo de la selva, murió en Lima en 1952, en el olvido.[1]

Julio C. Arana es notoriamente una de las figuras más controvertidas de la amazonía peruana y de la historia del Perú, pues para unos fue un inclemente explotador de indios, mientras que otros lo vieron como un fervoroso defensor de la soberanía de su país.

En la literatura

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El premio Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa describe a Julio C. Arana en su novela El sueño del celta:

Era un hombre más bajo que alto, moreno, de rasgos mestizos, con una insinuación asiática en sus ojos algo sesgados y una frente muy ancha, de cabellos ralos y cuidadosamente asentados, con raya en el medio. Llevaba un bigotito y barbilla recién escarmenados y olía a colonia… Su expresión era impenetrable. En su mirada dura y fría había algo inflexible… Este hombrecito atildado, ligeramente rechoncho, era pues el dueño de ese imperio del tamaño de un país europeo, dueño de vidas y haciendas de decenas de miles de personas, odiado y adulado, que en ese mundo de miserables que era la Amazonia había acumulado una fortuna comparable a la de los grandes potentados de Europa. Había comenzado como un niño pobre, en ese pueblecito perdido que debía ser Rioja, en la selva alta peruana, vendiendo de casa en casa los sombreros de paja que tejía su familia. Poco a poco, compensando su falta de estudios —sólo unos pocos años de instrucción primaria— con una capacidad de trabajo sobrehumana, una intuición genial para los negocios y una absoluta falta de escrúpulos, fue escalando la pirámide social. De vendedor ambulante de sombreros por la vasta Amazonia, pasó a ser habilitador de esos caucheros misérrimos que se aventuraban por su cuenta y riesgo en la selva, a los que proveía de machetes, carabinas, redes de pescar, cuchillos, latas para el jebe, conservas, harina de yuca y utensilios domésticos, a cambio de parte del caucho que recogían y que él se encargaba de vender en Iquitos y Manaos a las compañías exportadoras. Hasta que, con el dinero ganado, pudo pasar de habilitador y comisionista a productor y exportador. Se asoció al principio con caucheros colombianos, que, menos inteligentes o diligentes o faltos de moral que él, terminaron todos malvendiéndole sus tierras, depósitos, braceros indígenas y a veces trabajando a su servicio. Desconfiado, instaló a sus hermanos y cuñados en los puestos claves de la empresa, que, pese a su gran tamaño y estar registrada desde 1908 en la Bolsa de Londres, seguía funcionando en la práctica como una empresa familiar. ¿A cuánto ascendía su fortuna? La leyenda sin duda exageraba la realidad. Pero, en Londres, la Peruvian Amazon Company tenía este valioso edificio en el corazón de la City y la mansión de Arana en Kensington Road no desmerecía entre los palacios de los príncipes y banqueros que la rodeaban. Su casa en Ginebra y su palacete de verano en Biarritz estaban amueblados por decoradores de moda y lucían cuadros y objetos de lujo. Pero de él se decía que llevaba una vida austera, que no bebía ni jugaba ni tenía amantes y que dedicaba todo su tiempo libre a su mujer.

Por su parte, casi un siglo atrás, ya el escritor colombiano José Eustasio Rivera había denunciado los crímenes de la casa Arana en su novela La Vorágine (1924).

Véase también

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Referencias

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  1. a b c d e f Tauro del Pino, Alberto (2001). «ARANA DEL ÁGUILA, Julio C.». Enciclopedia Ilustrada del Perú 2 (3.ª edición). Lima: PEISA. pp. 196-197. ISBN 9972-40-149-9. 
  2. a b Ospina Peña, Mariano. «El paraiso del diablo». www.caballerosandantes.net. Archivado desde el original el 30 de octubre de 2013. Consultado el 13 de noviembre de 2011. 
  3. Davis, 2001, pp. 283-284.
  4. https://www.redalyc.org/pdf/811/81112363008.pdf
  5. Zapata, Antonio (30 de octubre de 2007). «Sucedió. El juicio del caucho». La República (Lima). 
  6. a b c d e Basadre, 2005a, p. 25.
  7. García Jordán, Pilar (2001). «En el corazón de las tinieblas... del Putumayo, 1890-1932» (PDF). Revista de Indias (Lima) (223). Consultado el 22 de mayo de 2019. 
  8. Basadre, 2005a, p. 24.
  9. a b Basadre, 2005a, pp. 24-25.
  10. Basadre, 2005b, pp. 121-123.

Bibliografía

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  • Basadre, Jorge (2005a). Historia de la República del Perú (1822-1933) 13 (9.ª edición). Lima: Empresa Editora El Comercio S. A. ISBN 9972-205-75-4. 
  • — (2005b). Historia de la República del Perú. 7.º periodo: El Oncenio (1919-1930) 14 (9.ª edición). Lima: Empresa Editora El Comercio S. A. ISBN 9972-205-76-2. 
  • Davis, Wade (2001). El río: exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, Banco de la República de Colombia, El Áncora Editores. 

Lecturas relacionadas

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  • Lagos, Ovidio. Arana, rey del caucho. Terror y atrocidades en el alto Amazonas.
  • Taussig, Michael. Cultura del terror-espacio de la muerte: el informe Putumayo de Roger Casement, la explicación de la tortura, en revista Amazonía Peruana, vol. III, n.º 14, págs. 7-36. Lima, mayo de 1987.
  • Vargas Llosa, Mario. El sueño del celta, 2010.

Enlaces externos

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